El falso conflicto entre ciencia y Fe

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> Texto: Francisco José Soler Gil

“Ciencia y Fe no sólo son compatibles, sino que fue la matriz cultural cristiana la que hizo posible que surgiera la ciencia moderna”. Lo dice Francisco José Soler Gil (1969), doctor en Filosofía por la Universidad de Bremen y miembro del grupo de investigación de Filosofía de la Física de la citada universidad. Los grandes fundadores de la ciencia moderna, Copérnico, Kepler, Galileo, Newton, Descartes, Leibniz, Pascal etc. fueron todos profundamente cristianos. Más aún, la ciencia era para ellos en muchos casos una forma de acercarse a Dios, por medio del estudio de su obra. En el siglo XIX, conforme se iba produciendo la extensión de las corrientes filosóficas ateas, comenzaron a escuchar por primera vez voces sobre una supuesta incompatibilidad entre ciencia y fe. Pero el hecho es que también la gran mayoría de los científicos de primer rango de esa época fueron personas abiertamente religiosas, y por lo general cristianos. Es el caso de científicos de la talla de Faraday, Maxwell, Pasteur, Mendel, Duhem, o más recientemente Planck, Lemaître, Dobzhansky, Gödel etc. Imaginemos la historia de la ciencia sin estos nombres, y nos daremos cuenta de hasta qué punto resulta absurdo plantear un conflicto entre ser cristiano y ser científico.

Cuando se mencionan seguidas las palabras «ciencia» y «fe», normalmente van acompañadas de una tercera: «conflicto». Y aunque no se la invite, no tardará mucho en aparecer. Es casi un reflejo que se dispara lo queramos o no. Pero, ¿por qué? ¿Qué es lo que hace que esté tan extendida la idea de que existe un conflicto entre la ciencia moderna y la fe cristiana?

Si tratamos de responder a esta pregunta acudiendo a la historia de la ciencia, no podremos hacerlo. Es cierto que hubo un choque particular entre teología y ciencia, en el caso Galileo. Pero ese caso, por lamentable que resulte, constituye una excepción absoluta. Si repasamos las biografías de los primeros científicos, lo que encontraremos una y otra vez es que la fe cristiana no sólo no supuso un freno a su actividad investigadora, sino que sirvió de aliento y motor de la misma. Los grandes fundadores de la ciencia moderna, Copérnico, Kepler, Newton, Descartes, Leibniz, Pascal, etc. fueron todos profundamente cristianos. Más aún, la ciencia era para ellos una forma de acercarse a Dios, por medio del estudio de su obra. Incluso fue así para Galileo, un hombre de sincera religiosidad, a pesar de su enfrentamiento con algunos teólogos importantes en su tiempo.

Más aún, ya en el siglo XIX, conforme se iba produciendo la extensión de las corrientes de pensamiento ateo, si bien comenzaron a escucharse por primera vez voces sobre una supuesta incompatibilidad entre ciencia y fe. El hecho es que la gran mayoría de los científicos de primer rango continuaron siendo personas abiertamente religiosas, y por lo general cristianos. Estoy pensando en científicos de la talla de Faraday, Maxwell, Pasteur, Mendel, Duhem, o ya en el siglo XX Planck, Lemaître, Jordan, Dobzhansky, Gödel, von Weizsäcker etc. etc. Haga el lector el ejercicio de imaginar la historia de la ciencia sin estos nombres. ¿Resulta posible acaso?

Y nótese que toda esta pléyade de científicos fueron cristianos en un momento en el que el ambiente cultural dominante en los círculos universitarios europeos era ya hostil a la religión. Es decir, la ciencia no sólo no debilitaba la fe de los grandes científicos, sino que posiblemente la hacía más resistente frente al ateísmo decimonónico.

¿Por qué entonces tendemos a pensar en clave de conflicto la relación entre ciencia y fe? La respuesta a esta cuestión no hay que buscarla en la historia de la ciencia sino en la historia de la filosofía. A primera vista, esta referencia a la filosofía puede parecer extraña. Algo así como un cambio brusco de tema. Pero no lo es. Permítame el lector que le resuma en líneas muy generales, en dos o tres párrafos no más, qué tiene que ver la filosofía con todo esto.

Prácticamente desde el inicio de la filosofía en el siglo VII a.C., existe una bifurcación decisiva entre aquellos autores que consideran que la forma más fundamental de la realidad se entiende mejor en términos de inteligencia, o mente, y los que consideran que esa forma básica de la realidad hay que concebirla en términos de materia, o cuerpo. Semejante bifurcación no es casual, sino que responde al carácter de la experiencia humana. Pues ésta se halla dividida entre los fenómenos corporales y los mentales, que son descritos con conceptos muy diferentes.

Pues bien, al menos desde la escuela ateniense de Sócrates, Platón y Aristóteles, hasta bien entrado el siglo XVIII, predominan las corrientes filosóficas teístas. Y fue precisamente el ambiente cultural teísta (y más concretamente cristiano) de finales de la Edad Media el que generó la ciencia moderna. Pues la ciencia fue posible porque los primeros científicos iniciaron su trabajo plenamente convencidos de tres tesis filosófico-teológicas:

La primera de las tesis es que el universo, por ser obra de Dios, es plenamente racional; la segunda es que el hombre, por ser imagen de Dios, puede descubrir la racionalidad del mundo; y la tercera es que Dios era libre de elegir entre distintos órdenes racionales para el mundo, por lo que las leyes de la naturaleza sólo pueden descubrirse por medio de la observación, y no mediante un razonamiento a priori.

Sin embargo, no será hasta a partir del siglo XVIII, cuando un número creciente de filósofos comienza a desarrollar imágenes del mundo materialistas. Y, sobre todo a partir del siglo XIX, el materialismo ateo, en distintas variantes, se ha convertido en el planteamiento filosófico más frecuente. Esto ha dado lugar, entre otras cosas, a un gran esfuerzo de reinterpretación de la ciencia por parte de los autores ateos. De manera que, cuando se afirma ahora que tal o cual ciencia, o que tal o cual teoría científica, favorece el ateísmo, en realidad a lo que se suele estar apuntando no es al resultado científico en sí, sino a la interpretación materialista de ese resultado. Una interpretación que hoy en día se presenta la mayor parte de las veces amalgamada sin previo aviso con los datos científicos, sobre todo cuando se habla de la ciencia a nivel divulgativo. Por eso se puede decir con justicia que la reinterpretación del proyecto y los resultados de la ciencia moderna, hasta hacer que una empresa de raíz teológica sea percibida de modo casi general como la gran amenaza para la religión, ha constituido el mayor éxito propagandístico en la historia del materialismo. Y este es uno de los motivos principales por el que los papas anteriores, y en especial San Juan Pablo II y Benedicto XVI han insistido tanto en la necesidad de que los teólogos tengan una buena formación científica y filosófica. Pues la tarea que tenemos ante nosotros es la de mostrar que la lectura materialista de la ciencia no es la ciencia, sino una opción interpretativa entre otras… y quizás ni siquiera la más natural. Lo que tenemos que tratar de hacer es, dicho en otras palabras, separar el contenido real de las teorías científicas ―el contenido que encontramos en primer línea en los artículos de investigación publicados en las revistas técnicas de las distintas especialidades―, de la (en ocasiones) axfisiante máscara interpretativa con las que dichas teorías llegan al público general en las revistas y libros de divulgación científica.

Y es que, en realidad, el archifamoso conflicto entre ciencia y fe no existe. Lo que existe es el conflicto entre dos cosmovisiones filosóficas: la cosmovisión materialista y la cosmovisión teísta. Y cuanto antes nos demos cuenta de ello, mejor para todos. Mejor incluso para las interpretaciones materialistas de las teorías científicas, ya que entonces dejarán de moverse en ámbito de la mitología ―como hacen en la actualidad―, y volverán al terreno de las propuestas filosóficas, que es su verdadero sitio.