“Junto a la cruz de Jesús estaba su madre»

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Texto: P. Miguel Navarro Sorní (Catedrático de Historia de la Iglesia de la Facultad de Teología de Valencia)

Un año más la Semana Santa nos conduce a la cruz de Jesús, centro del cosmos y de la historia, donde convergen los siglos y las cosas. Allí, junto a la cruz, a los pies de Cristo, están María y Juan, y de ellos nace la primera célula de la Iglesia. Allí  encontramos el momento constitutivo, el ADN (por así decir) del cristianismo. En ese momento “crucial” nos apoyamos los cristianos, en él nos formamos y nos reformamos continuamente, porque ese momento revela, con fuerza, el sentido de la historia del mundo.

 

La breve narración que el evangelista san Juan hace de la crucifixión de Jesús (Jn 19, 17-30) se basa en una palabra central, que se repite cinco veces: Madre, dándonos a entender que en ese relato todo gira más que en torno al dolor, en torno de la maternidad; lo cual es muy consolador y muy hermoso.

María entra en escena en el versículo 25 como “su Madre”, es decir la Madre de Jesús. Después, en el mismo versículo y al inicio del 26 se alude tres veces a ella como “la Madre”, sin adjetivos, como si su maternidad estuviese vacante, Madre sin hijos. Y finalmente, en el versículo 27 acontece el giro decisivo: “Ahí tienes a tu Madre”.

En esta transferencia de maternidad, de Jesús a Juan, y en la multiplicación de la maternidad de Juan en cada discípulo, llega a cumplimiento la vocación de María: una Madre dada a todos, como el mayor de los dones.

“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. El dolor de la agonía de Cristo se entrelaza con el dolor de un parto; el último aliento del moribundo se confunde con el primer respiro de un hijo que nace. María, que ha dejado de ser Madre porque le han arrebatado y asesinado a su Hijo, vuelve a ser Madre: “Ahí tienes a tu hijo”. Palabras que contienen todo un abismo de humanidad, que nos contienen a todos nosotros y nos ligan indisolublemente a María: Madre de maternidad herida, cuyo Hijo muere. Madre de maternidad restaurada: “Ahí tienes a tu hijo”. Madre de una maternidad multiplicada que nos alcanza a todos nosotros, hijos en el Hijo.

Es un anticipo de la Pascua: en María resurge la vida del amor. El mundo es un inmenso llanto, pero también un inmenso parto. Si el amor no fuera más fuerte que la angustia, si la libertad no fuera más potente que la opresión, si la felicidad no fuese más humana que el dolor, ¿valdría la pena vivir?

“Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Como si dijese: Mujer, vuelve a ser Madre. Renueva la potencia de tu amor. Tu vocación es ser Madre; el amor vale más que el dolor. “Ahí tienes a tu hijo”. Son palabras dichas a María y, en ella, a todo cristiano, y que vienen a decir: ve al encuentro de los otros, como una madre va hacia sus hijos, con pasión y ternura. Los niños muertos en los bombardeos de Damasco son tus hijos; las mujeres ahogadas en los naufragios de las barcazas de refugiados son tus hijas. Todos son familiares nuestros, y nosotros de todos. No podemos desentendernos de nadie.

La segunda palabra de Jesús: “Ahí tienes a tu Madre”. El texto griego dice: “Mira, es tu Madre”. Es como un mandato, una orden dulce y a la vez fuerte. Mira a tu Madre, fija los ojos en ella, contempla a esta mujer dolorosa, mírala como un niño mira a su madre, como un niño aprende la vida mirando a su madre. De ella, de sus palabras y de sus gestos, aprende la vida, aprende a crecer en amor, a ser humilde, a obedecer a Dios, a cumplir su voluntad, a percibir las necesidades de los demás, como la falta de vino en Caná.

Toda la vida de María fue una prueba difícil: desde el parto en un pesebre hasta la cruz en una colina. Siete espadas, dice la tradición, atravesaron su corazón materno. En la Biblia la espada es un símbolo de la Palabra de Dios. En María la Palabra de Dios (cf. Ef 6, 17) fue una espada poderosa con la que luchar, a la que aferrarse siempre:

Espada que hiere, pero que transforma la herida en apertura del corazón.

Espada de conocimiento, que corta las máscaras de la hipocresía y reviste de la verdad.

Espada de liberación, para abrir puertas y romper lo que nos ata.

Espada de valentía, para proseguir y no abandonar la lucha.

Espada de fuerza vital, que poda los brotes para hacerlos fecundos.

Espada de sanación, para atravesar el mal y la tiniebla con el bien y la luz.

Espada de amor, la más difícil de empuñar y de saber manejar.

Cuando Jesús habla a María y a Juan, me habla a mí. Cuando dice: “Ahí tienes a tu hijo”, me indica a cualquiera que se cruce conmigo en el camino de la vida. Cuando dice: “Ahí tienes a tu Madre”, nos recuerda a cuantos un día nos ayudaron, los buenos samaritanos que nos sostuvieron.

Cuando Jesús dice “Ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu Madre”, viene a decirnos que Él es hijo y madre de todos. Este es su testamento: la generosidad del amor de una madre, la gratitud del amor de un hijo.

Cuida de los demás, y Dios cuidará de ti. Ilumina a los demás y te volverás radiante. Está junto a la cruz del que sufre, no pases de largo, y tu cruz te será ligera.