“Venid y Veréis”

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La residencia Sant Francesc d’Assís es un centro de esperanza para más de 50 personas enfermas gracias a la labor de los monjes que lo crearon y de los voluntarios que allí colaboran. La oración y el amor de Dios les empuja a dar lo mejor de sí mismos para que aquellos que lo necesiten pueden también disfrutar de la vida.

 

Texto: Bea Rodrigo Fotografía: Salva Gregori

Quería colaborar allí como voluntario, pero desde el inicio expuso sus condiciones: “Os ayudo en lo que queráis, menos en lavar a los enfermos”. Ramón, recién jubilado, sabe cocinar, hacer labores de bricolaje y sobre todo, escuchar y acompañar a quien lo necesite, pero se negaba a realizar este otro tipo de labores. Sin embargo, el poder de la solidaridad y su experiencia en el centro Sant Francesc d’Assís de Palma de Gandia, hizo que venciera esas barreras casi inconscientemente.

Fuera llueve sin parar. El fuerte ruido del agua no cesa, sin embargo, desde dentro incluso parece que el día sea soleado. La paz y la serenidad reinan dentro de las cuatro paredes en las que una cincuentena de hombres sonríe a la vida. Muchos de ellos no reconocen quiénes les han dado esa oportunidad para disfrutar de nuevo de los días soleados, pero sí las manos que les cuidan y les protegen cada día.

Paz. Serenidad… Y esperanza, afecto, confianza. Es precisamente lo que transmiten las manos de Pepe y Guillermo cuando pasan por la cabeza de Vicent o de Manuel, postrados en sus camas. Con este simple gesto, estos dos monjes franciscanos llenan de vida a enfermos crónicos o terminales, la mayoría de los cuales encontraron abandonados en la calle.

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No tienen ‘súperpoderes’. No son diferentes de la persona que ahora lee estas palabras. El cariño que transmiten a los que están a su alrededor está en el interior de cada ser humano. Es el amor de Dios. El mural de la entrada al recinto ya expresa este sentimiento de acogida con el gesto de San Francisco de Asís recogiendo y abrazando a la persona leprosa. Es el gesto que desde hace más de 15 años se repite cada día en el interior del edificio. “Dios no se nos manifestó, pero nos dio a entender a qué clase de gente quería que acogiéramos”, afirman los monjes cuando recuerdan sus inicios.

La llamada de Dios no invitó a Pepe y a Guillermo (y a otro compañero, que ya falleció) a ser catequistas ni a dedicarse exclusivamente a la oración, sino a proyectar su fe cristiana cuidando de los marginados. “No queríamos ordenarnos porque no podíamos estar al lado de los enfermos; veíamos claramente que el Señor quería esto para nosotros”. Cuando comenzaron esta aventura muchos no les entendían, pero ellos se sintieron llamados a seguir ese camino y no desfallecieron hasta conseguirlo, pese a las dificultades que se les presentaron. “Si nos íbamos de catequistas, ¿quién se quedaba con los enfermos?”. Para ellos ese es el mensaje evangélico auténtico.

Las tentaciones de dejarlo todo son y han sido muchas, pero ya no tanto por las dificultades de carácter institucional o económico, sino también por las más personales. Como confiesan, la más grande es el cansancio, la pérdida de ilusión, el ver que no llegan más vocaciones… Y, sin embargo, no dudan en afirmar: “Cuando te cansas, es porque no tienes vocación”.

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La oración les ayuda a superar esos baches. El ritmo de rezo que practican en la residencia, tanto ellos, como muchos de los residentes y voluntarios, es la medicina que les mantiene vivos para afrontar el día a día. “La oración se vuelve repetitiva si no la encarnas; cuando sales de rezar, estás renovado”, aseguran. Y ese compromiso cristiano que adquieren lo trasladan luego en la convivencia con el resto de la comunidad. Con los que más lo necesitan.

En el centro reina ese amor de Dios, pero también hay lágrimas, excrementos, vómitos, heridas cutáneas que duelen a la vista… Situaciones difíciles. Para aquellos que no han experimentado esta labor de acompañamiento de ancianos y enfermos, las tareas más domésticas como ducharlos, darles de comer o curarlos pueden parecer las más costosas. Y así le ocurrió a Ramón.

Sin embargo, con esa fuerza que lleva consigo el mensaje evangélico, estas labores pasan a un segundo plano y se hacen casi mecánicamente sin pensar en que puedan resultar desagradables, sino en que con ellas se imita el gesto de San Francisco de Asís ayudando a los que más lo necesitan. ¿No es si no ésta la misión de los cristianos?

De esta manera, lo que realmente agradecen Vicent, Manuel y los otros residentes del centro, son precisamente los gestos más gratuitos: una sonrisa en el momento preciso, el saber escucharlos, unas palabras de afecto… Esto es especialmente importante cuando llegan los últimos momentos de una persona y el acompañamiento resulta esencial. Es entonces cuando los monjes les cogen de la mano, les secan el sudor, les mojan los labios e incluso les susurran palabras de aliento al oído. Palabras de esperanza que paradójicamente llenan de vida el viaje al paraíso eterno.

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El sacramento de la unción de enfermos se convierte en una reunión festiva en la que todos los que conviven en el centro acompañan a la persona moribunda y finalmente, con cánticos y cogidos de la mano, celebran que descansará en paz. Es un ejemplo de que la convivencia en el centro va más allá y en él se practica también, y casi espontáneamente, una labor de (re)educación social. Las personas que allí residen comparten su vida con los monjes y con los voluntarios, pero también entre ellos. Se ayudan mutuamente y aprenden unos de otros. Es una verdadera comunidad cristiana.

“¿Para qué queréis tener una persona que parece un muñeco?”, les preguntan a los monjes asiduamente al ver a los enfermos. Y la respuesta no da lugar a equívocos: “Para quererla”. Para ellos, su labor diaria es un regalo que Dios les hace y no conciben su vida sin las personas que allí residen.

También los voluntarios que acuden al centro mantienen esa llama. A veces, incluso, casi sin darse cuenta. Como Ramón, muchos ofrecen su ayuda, pero en un primer momento se niegan a hacer las labores más “costosas”. Sin embargo, esa llama, ese espíritu de solidaridad al que invita la oración, les lleva sin miramiento a entregarse plenamente a ayudar al prójimo, porque esas sonrisas y esas palabras de afecto que ofrecen, son reconocidas por parte de los residentes; es su recompensa por la labor cristiana que realizan.

Al salir del centro es imposible quedarse indiferente. Un sinfín de emociones se amontonan en la cabeza y en el corazón. Es por ello que Pepe y Guillermo, como el Evangelio, repiten a aquellos que acuden al centro: “Venid y veréis”.