Conferencia: Ahí tienes a tu madre. Las Últimas Miradas

 

Fotos: Natxo Francés

Excmo. y Rvdmo. D. Arturo Ros Murgadas

 

El misterio de la participación de la Virgen Madre Dolorosa en la Pasión y Muerte de su Hijo es probablemente el acontecimiento evangélico que ha encontrado un eco más amplio y más intenso en la religiosidad popular, en determinados ejercicios de piedad y, en proporción a los demás misterios, también en la liturgia cristiana de oriente y occidente. 

Es en el acontecimiento de la crucifixión donde encontramos el significado primero y último de la Dolorosa: “Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre.” Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio” (Jn 19, 25-27). Y una vez más la devoción de los fieles quiso prolongar la participación amorosa de la madre en la muerte redentora del Hijo recordando, como en un díptico, “la acogida en el regazo de María de Jesús bajado de la cruz y la entrega al sepulcro del cuerpo de su Hijo”.

La meditación de esta escena del Evangelio es inagotable y deberás volver sin cesar a ella, tanto para comprender el deseo de Cristo como para aceptar la voluntad del Padre. Es preciso que veas y oigas a Cristo decirle a María señalándote: “He ahí a tu hijo”. Y, al mismo tiempo, es preciso que estas palabras de Jesús traspasen tu corazón en el momento en el que él dice: “He ahí a tu madre”. Recordamos que Jesús, con frecuencia hablaba de la ternura y de la compasión de Dios, al que revela con su palabra y con sus gestos. Y el mismo Jesús practicaba esas miradas de un Dios que, porque es Padre y Madre, empiezan en los ojos y acaban en las entrañas. Hay diversos pasajes evangélicos que nos dicen que, tras contemplar con los ojos a la multitud desorientada y doliente que le seguía, a Jesús, compasivamente, se le derretían las entrañas.

Nos podemos preguntar: ¿dónde aprendió Jesús la ternura de Dios, su bondad paterna y sus rasgos maternales? Jesús la aprendió de la tradición; pero sobre todo de su propia experiencia, en contacto con María. Ella lo vio crecer en su vida oculta en Nazaret. De la experiencia, atenta observación y el roce cotidiano con su madre, que lo había llevado en sus entrañas, aprendió Jesús lo que era la ternura, el abrigo, la caricia, la delicadeza… Y esas experiencias, las de Dios Padre le hacen mostrar, al Hijo tierno y fuerte, reciamente leal y acogedóramente comprensivo; en fin, Padre y Madre a la vez. En el hogar de Nazaret, empapado por la atenta solicitud y ternura con que sus padres le rodeaban aprendió Jesús a mirar con ternura y misericordia.

Podemos decir que las últimas miradas serían una profundidad indescriptible, ojos abiertos y expresivos, miradas que expresan y hablan, gestos que delatan y muestran hasta lo más profundo del alma. Por eso quiero detenerme, por emoción, pero sobre todo por convicción en esa realidad envolvente, casi imperceptible y, sin embargo, tan evidente en la Madre y en Jesús. Sí, me refiero a la “ternura”.

 

 

Ternura es la palabra que compendia la vida de Jesús. Ternura es lo que debieron sentir los ciegos cuando Jesús les abría los ojos; el leproso cuando, además de curarle, lo “incluía” en la sociedad que lo había excluido, el inválido al que levantaba de su camilla, la pecadora públicamente condenada sobre la que se agachaba el silencio… La ternura de Dios es la que debían de experimentar los pobres cuando Jesús les anunciaba la Buena Noticia. En un mundo duro y nada tierno, como es el nuestro, en nuestra sociedad egoísta y competitiva, nos endurecemos, nos encallecemos. Por eso hay que pedirla. Pidamos que, como discípulos del Señor que queremos ser, poseamos una ternura curativa, balsámica, que lucha contra el sufrimiento e intenta aliviarlo para hacer más felices a las personas que nos rodean; y que sepamos contagiar esa ternura.

Recordemos que la actitud de María en el Calvario, es sobre todo, una presencia contemplativa, en el sentido de que mira con los ojos del corazón al que han traspasado. Su presencia, es en primer lugar una presencia silenciosa: no dice nada, como su Hijo, pero el silencio de la madre es infinitamente más elocuente que sus palabras. Frente a la cruz hay que evitar las charlatanerías inútiles, los sentimientos artificiales, y hay que mirar sencillamente con intensidad y en silencio a Aquel, hasta tal punto desfigurado, que no tiene ya rostro de hombre. Pero en la mirada de María, hay infinitamente más que compartir el sufrimiento de Jesús. Su mirada humana está totalmente cargada de amor compasivo por su Hijo. A fuerza de contemplar el rostro de Jesús en la cruz y dejarse mirar por él, María fue invadida por el fuego del amor trinitario que Jesús había venido a traer a la tierra y se convirtió en una copia viva de Él. “A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal se dirigen los hombres y las mujeres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y contratiempos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo de su corazón” (DCE, 42).

La actitud de María tiene un gran sentido. No estaba abatida bajo el peso del dolor, aunque su sufrimiento le traspasa el corazón. Estaba en pie, fuera de sí misma, mirando a Jesús que la miraba también. Lo que mantenía en pie su cuerpo, era que estaba fuera de sí, tendida hacia su Hijo con un tierno amor de compasión; era también su confianza activa y su abandono total a la voluntad del Padre, en unión con su Hijo. Se mantenía en pie llena de dulzura, de compasión, lo que le daba fuerzas para mantenerse en la prueba. No pensaba en sí misma. La Pasión de su Hijo es la suya. En una palabra, María estaba en oración, o más bien se había unido a la oración de su Hijo que no dejaba de interceder por nosotros. La mirada de Jesús se cruzaba constantemente con la de María. En este cruzar de miradas les une el amor, la ternura, la compasión.

¿Tenemos nosotros esa mirada de amor compasivo, como la describe el Evangelio? ¿Es nuestra mirada como la de la Madre al Hijo? ¿Cómo la de Jesús a su Madre? ¿Son nuestros ojos vulnerables al dolor humano? Por supuesto que no podemos arreglarlo todo. Pero, desde la modestia de nuestro puesto en la vida  ––que no nos dará facultad para hacer milagros, pero sí gestos cotidianos con sentido esperanzador y liberador––podremos, con los ojos bien abiertos, sembrar nuestro grano de mostaza, diminuto, pero como todas las semillas que siembran Reino, necesario; y podremos también empeñarnos en hacer mirar a los que pueden hacer más que nosotros. Lo que nunca debemos hacer es cerrar los ojos y acorchar nuestro corazón para que no le golpee el dolor del mundo, que es el dolor de Dios.

Una mirada al mundo que empiece por los ojos ––bien abiertos a la realidad y sin cerrarlos ante el sufrimiento de la gente–– pase por el corazón y, desde allí, impulsados por la compasión, movilice nuestros pies y nuestras manos para salir en misión con gestos pequeños pero siempre humanizadores. Sí, el amor necesita mirarse a los ojos para contagiar la ternura sin palabras. El amor es la mejor encarnación; necesita tocarse, mirarse, gustarse, oírse, poner en juego todos los sentidos… Y este amor es igual en la vida de la fe. El amor, para los místicos, es una dolencia que solo se cura con la ternura, una ternura esencial, vital, absoluta. La ternura es la sangre del amor, la lámpara con la luz encendida permanentemente, como signo de presencia y de misterio. Sin aceite de ternura se apaga la mecha del amor y del misterio. La ternura no es solo sentimiento; esto nos lleva al sentimentalismo y es pura objetividad. La ternura es descentramiento de uno mismo, expansión y salida hacia el otro, hasta tocar su existencia y hacer vibrar. Es verdad que el efecto y la ternura están encarcelados en la mazmorra de la sospecha y necesita redentores. La vida se resquebraja fácilmente, como la propia naturaleza, y solo la ternura es capaz de restañar viejas fracturas y revolucionarlo todo.

 

 

La Iglesia está pendiente de la Cruz gloriosa y solo pide a los cristianos que se dejen conmover por las entrañas de la misericordia. La Iglesia invita a los cristianos a contemplar la Cruz con los ojos de la Virgen para crear en ellos un corazón más grande y acogedor. La Iglesia de los pobres, de los sufridos, de los enfermos, de los humillados, de los escarnecidos, es la que vela el Viernes Santo la Cruz. Los hombres  y mujeres llamados a contemplar el mundo con los ojos de Jesús, siempre se sentirán atraídos por la oración de María al pie de la Cruz: “Los testimonios de gratitud que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible ese amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está embargado totalmente de Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial totalmente a Él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor vivo de Dios convertirse a sí mismo en un manantial “del que manarán torrentes de agua viva” (Jn 7, 38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor y dónde tiene su origen, su fuerza siempre nueva” (DCE, 42). Ella, María, tiene un vínculo privilegiado con nosotros. Nuestra pobreza nos sitúa, en una necesidad extrema y nuestro amor filial nos invita a implorar su misericordia. El Espíritu de Jesús quiere dar testimonio en el secreto de nuestro corazón que nos hemos convertido realmente, al pie de la cruz, en hijos de María. Y por eso, continúa venerándola en nosotros y nos enseña a decir como Jesús: “Madre”.

Las últimas miradas traspasan todas las barreras del tiempo y de la historia. Nos sentimos mirados y acariciados por Ella. “María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura…  Ella es la amiga siempre atenta para que no falte el vino de nuestras vidas. Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios …” (EG 286).

Dijimos que solo tenemos que mirar y no pedir nada, que nuestra boca no fuera pedigüeña, pero ahora se nos escapa el deseo como petición. La mirada del hijo y madre en el calvario, y la ternura a borbotones que se respira en tu corazón crucificado nos obliga a la petición sublime: “Danos, Señor, tu ternura y tus entrañas”. Misericordia, Señor, misericordia”. Danos tu mirada y tu palabra oportuna para mostrar tu ternura a los que la necesitan. En la Cruz te preocupas por el dolor de quien te acompaña en un amor traspasado, con un dolor anunciado y aceptado, como voluntad del Padre en favor de los hermanos. Queremos, como tú, tener entrañas de consuelo y de cuidado, de ternura y de entrega para que nadie esté solo ni descuidado. Queremos que, en este mundo nuestro, a la madre nunca le falte el amor del hijo, y que al hijo nunca le falte la ternura amorosa de la madre. Que todos lleguemos a tener corazón de hijo como tú, y entrañas de madre como ella.