Los 7 Dolores de María 2018

Texto: Fernando Chorro Guardiola

Música: Coral Polifónica Sagrada Familia de Gandia bajo la dirección de Telmo Gadea

 

Virgen Santísima, con tu sí en la Anunciación asumiste una vida muy difícil, pero sabiendo que siempre ibas a poner toda tu confianza en el Señor.

Estuviste, como Madre, muy cerca de Jesús, Salvador y Redentor nuestro; y pudiste comprobar la verdad de tu fe y tu esperanza, ya que sus sufrimientos y los tuyos no terminaron con la derrota de su muerte en la Cruz, sino con el triunfo de la Resurrección. Esto es lo fundamental de la Historia de la Salvación, de nuestra salvación: con Jesucristo la Cruz nos lleva a la Gloria.

Madre Dolorosa, hoy queremos meditar tus Siete Dolores, con los que la piedad popular ha querido resumir tu papel en el camino redentor. En cada una de estas etapas, tu fe en Dios, tu plenitud de gracia y la cercanía de tu Hijo hicieron posible la grandeza y ejemplaridad de tu vida.

¡Oh María!, haz también que en los diferentes momentos de nuestra vida nos demos cuenta del amor y la cercanía de Dios, y encontremos en el don del Espíritu Santo, que recibimos en nuestro camino sacramental, el auxilio y la fortaleza.

 

1. DOLOR. LA PROFECÍA DE SIMEÓN. (Lc 2, 25-35) (Escuchar Dolor 1)

“Sus padres llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor. Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Impulsado por el Espíritu fue al Templo. Y cuando entraban con el Niño Jesús sus padres, Simeón lo tomó en brazos. Simeón los bendijo y dijo a María: Éste será signo de contradicción y a ti misma una espada te atravesará el alma.”  (Lc 2, 22, 25-27, 33-34)

 

Ocho días después de nacer se le puso por nombre Jesús, que significa “Dios salva”, como lo había dicho el ángel el día de la Anunciación.

A los cuarenta días del nacimiento, María y José acuden con Jesús al Templo para cumplir con la tradición judía de la Presentación del hijo primogénito y Purificación de la Madre.

La Virgen Santísima intuía que su vida iba a ser difícil, desde que aceptó ponerse enteramente al servicio de los planes de Dios: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.” (Lc 1, 38)

El anciano Simeón no era ningún agorero que, con sus palabras, pretendía llenar de amargura la vida de sus padres. Él era un hombre que esperaba con gran deseo conocer al Mesías y, por su gran fe, pudo reconocerlo en Jesús.

La profecía de Simeón anuncia fundamentalmente tres cosas:

– Que frente a Jesús no pueden existir posturas a medias. Si se le acepta hay que optar por la Verdad que Él viene a ofrecer.

– Que su mensaje de salvación es para toda la humanidad, de ayer, de hoy y de siempre.

– Que la Palabra de Dios hay conservarla siempre unida con fuerza a nuestro corazón.

También nosotros fuimos llevados un día por nuestros padres y padrinos a un templo para nacer a la vida de la gracia. Con nuestro Bautismo se inicia nuestra vida de fe y nos hacemos hijos adoptivos de Dios; formamos parte de la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo; y recibimos el don del Espíritu Santo.

Virgen Santísima, modelo de fe, de gracia y de virtudes:

Intercede para que los padres, que con gran gozo bautizan a sus hijos, asuman responsablemente su educación cristiana.

Ayúdanos para que sepamos mantener viva la llama de la fe, que se inició en nosotros el día de nuestro bautizo, en el que renacimos, pero para no morir.

Sé nuestra guía para que nos esforcemos en reflejar a los demás la luz verdadera de Cristo, que recibimos con el agua bautismal.

Señor, Dios nuestro, haz que por intercesión de la Virgen María, sepamos reconocer siempre con agradecimiento los dones recibidos por el Bautismo, que nos incorpora a Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey.

 

2. DOLOR. LA HUÍDA A EGIPTO. (Mt 2, 13-15) (Escuchar Dolor 2)

“El ángel del Señor se apareció en sueños a José‚ y le dijo: Levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al Niño para matarlo.”  (Mt 2, 13)

 

María y José se percataron pronto de las contrariedades en su vida familiar. Al sufrimiento de huir de la crueldad de Herodes, se uniría: la dificultad del camino por el desierto, su pobreza material, el temor a lo desconocido al llegar a una tierra extranjera y tantos otros interrogantes que se presentarían ante ellos.

Ante la muerte de los santos niños inocentes se abre también para nosotros el misterio de la razón del mal en el mundo. Dios le concedió al hombre y a la mujer el don de su libertad y con él puede ser capaz de lo mejor, pero también de lo peor. Si todos fuésemos fieles al Señor siempre triunfaría el bien.

En nuestros días también siguen sufriendo inocentes por la crueldad de los que son como Herodes hoy.

La Sagrada Familia nos enseña que la clave para afrontar todas las dificultades es la presencia Dios en su vida, que tiene su reflejo en el amor que existe en ella y siempre abierto a los demás. Cuántos problemas desaparecerían si en el seno de las familias, a ejemplo de Jesús, José y María, cada miembro tuviera como máxima preocupación amar y servir sin límite a los demás.

Cuando un hombre y una mujer deciden libremente formar una familia cristiana, Dios se va a hacer presente para siempre en sus vidas con el sacramento del Matrimonio.

Caminando con Jesús muy cerca, los esposos podrán comprender el profundo sentido del matrimonio y vivirlo en plenitud con la ayuda de Cristo.

María, Reina de la familia:

Ayuda a los esposos, con la gracia de Dios, a perfeccionar su amor y a fortalecer su unidad.

Intercede para que encuentren siempre la cercanía del Salvador y, con su ayuda, sepan superar las dificultades, perdonarse mutuamente y actualizar cada día la alegría de su amor.

Haz que sean testigos del amor definitivo de Dios a la humanidad con su fidelidad.

Ponemos en tus manos la protección a las familias, para que sean auténticas Iglesias domésticas, donde esté siempre presente: la oración en común, la escucha de la Palabra y el servicio a los demás.

Amén.

 

3. DOLOR. EL NIÑO PERDIDO EN EL TEMPLO. (Lc 2, 41-50) (Escuchar Dolor 3)

“Sus padres solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el Niño Jesús se quedó, en Jerusalén sin que lo supieran sus padres.”  (Lc 2, 41-43)

 

Jesús – que fue llevado al Templo para su Presentación a los cuarenta días de nacer – debió vivir, ya con plena conciencia y gran emoción, su primera Pascua en Jerusalén y su entrada en la casa de Dios.

María y José sufrieron amargamente al darse cuenta que su hijo, todavía adolescente, no estaba con ellos al regresar de Jerusalén. Ellos, que conocían su infinita bondad, docilidad y obediencia, se imaginaban lo peor, pues en ningún momento pensaron que Jesús habría decidido permanecer en el Templo, dialogando con los doctores de la ley.

Sus padres, después de tres días angustiosos, encuentran a Jesús y a la pregunta de María: “¿Por qué nos has tratado así?”, su hijo responde:

“¿Por qué me buscabais?”. María y José de momento no lo entendieron, pero más adelante seguro que comprendieron la lógica de la pregunta de Jesús. Él no estaba perdido: el Hijo de Dios está en la casa del Padre.

María y José tuvieron el gozo de encontrar al joven Jesús y en el Templo. También un día los padres viven la alegría de acompañar al templo a sus hijos adolescentes el día de su Confirmación.

Un gran compromiso tienen los padres en la educación cristiana de sus hijos, de este modo están obligados: a que la familia viva en un ambiente de religiosidad; a que crezca la llama de la fe recibida en el Bautismo; a que no falte nunca el alimento de la Eucaristía; a que reciban, llegado el momento, la Confirmación, para tener un compromiso mayor en la Iglesia; y a una formación permanente para saber dar razón de la fe y de la esperanza.

Virgen Purísima, que por tu Inmaculada Concepción fuiste hecha Templo escogido por Dios, intercede para que los jóvenes confirmados se mantengan, con firmeza, unidos a Cristo.

Virgen Santísima, que en el misterio de la Encarnación fuiste hecha verdadera Madre de Dios por la fuerza del Espíritu Santo, ayuda a los confirmados a que aumenten su compromiso en la Iglesia.

Virgen Dolorosa, a la que tu Hijo en la Cruz nos dio como Madre, ruega para que la fuerza del Espíritu Santo haga a los confirmados verdaderos testigos de Cristo con su palabra y su vida.

Reina de la familia, auxilia a los padres para que sean verdaderos transmisores del mensaje evangélico a sus hijos y que lo reconozcan como el legado más valioso para ellos.

Amén.

 

4. DOLOR. MARÍA SE ENCUENTRA CON JESÚS CAMINO AL CALVARIO. (IV ESTACIÓN DEL VIA CRUCIS) (Escuchar Dolor 4)

“Tomaron a Jesús y, cargando Él mismo con la cruz, salió hacia el sitio llamado Calvario.”  (Jn 19, 17)

 

María, como la mejor madre, estaba muy atenta a todos lo que acontecía en la vida de su Hijo. De este modo iba conociendo, por personas cercanas, lo que le había ocurrido a Jesús en los últimos días: su Entrada Triunfal en Jerusalén; su Cena Pascual, en un tono de despedida; la Oración en el Huerto y su prendimiento; y por último, la condena a muerte por los sumos sacerdotes y la ratificación de la condena por Pilato. La Madre Dolorosa sufría, con gran amargura, al ver la absoluta injusticia que se iba a cometer contra su Hijo Santísimo, pero nunca perdió su confianza en Dios y su esperanza, al recordar las palabras del ángel en la Anunciación: “Su reino no tendrá fin.”

La Virgen Santísima, como la mejor madre, no lo duda: quiere estar cerca de su Hijo en los momentos finales de su vida mortal y acude a Jerusalén. Entre una multitud vociferante vislumbra la comitiva que acompaña a Jesús hacia el Calvario. Ayudada por las piadosas mujeres y el apóstol Juan se abre paso entre la muchedumbre y logra ver de cerca de Jesús. Cuando Madre e Hijo intercambian sus miradas y en el abrazo de sus almas se produce un Amor infinito, que tendrá fuerza de Redención.

En la cruz y en las heridas de Cristo estuvo y sigue estando el dolor que le produce el pecado de cada ser humano. Jesús con su entrega generosa nos libera de la muerte espiritual y de la muerte física.

Podemos y debemos aliviar el sufrimiento a Cristo encontrándonos con Él en el Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación, instituido por Cristo para nuestra salvación. “Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados.”

María, Refugio de los pecadores y camino seguro hacia Cristo:

Muévenos a la conversión para que sepamos superar nuestras debilidades y sepamos responder al amor misericordioso de Dios.

Ilumina nuestra conciencia para que sepamos reconocer, con aflicción, las malas acciones de nuestra vida y deseemos, ayudados por la gracia, que Dios nos vuelva a dar un corazón nuevo. Guíanos al Sacramento de la Penitencia para confesar, con total sinceridad, nuestras culpas y, de este modo, recibir la alegría del perdón y la paz.

Madre Santísima, permanece siempre a nuestro lado, para fortalecernos en la debilidad y conducirnos hacia la santidad, a la que Dios nos invita.

Amén.

 

5. DOLOR. JESÚS MUERE EN LA CRUZ. (Jn 19, 17-30) (Escuchar Dolor 5)

“Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, ahí, tienes a tu hijo». Luego, dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio.”  (Jn 19 25, 27)

 

Todo lo que aconteció en los instantes culminantes de la Redención tiene un profundo significado.

Jesús mantuvo durante su vida pública, con mucha prudencia, lejos a su Madre de todas sus tareas. María lo entendería perfectamente, pues supo siempre cuál era su misión. No obstante, Jesús, en el momento del supremo dolor, quiso tener a su Madre cerca y también ella, a pesar de su gran amargura, deseó estar con su Hijo.

María, al pie de la Cruz, estuvo acompañada por unas piadosas y mujeres y el apóstol Juan. Este pequeño grupo representaba a la Iglesia que iba a nacer del Sacrificio Redentor.

Jesús le dio a la Virgen Santísima un papel fundamental, al ofrecérsela a Juan como Madre. El joven apóstol estaba representando allí a toda la humanidad y, de este modo, Cristo en la Cruz nos regaló a María como Madre Nuestra y, por tanto, Madre de la Iglesia.

La Virgen Dolorosa, junto a la Cruz, fue testigo de la entrega generosa de su Hijo Redentor. En su sangre derramada se ha querido ver el símbolo de la Eucaristía, que actualiza siempre el sacrificio ocurrido en el Calvario y en él Jesucristo nos dirige una invitación a recibirle, como alimento espiritual necesario para nuestra vida.

María, como mujer eucarística, debe ser para nosotros un verdadero modelo para que sepamos acoger el Pan de Vida.

Madre Santísima, sé nuestra guía para que recibamos con fe comprometida las palabras de Cristo en la Última Cena: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía.”

Llena de gracia, que por la Encarnación llevaste en tu seno al Hijo divino, ayúdanos a acoger con un corazón limpio el Cuerpo y la Sangre Cristo.

Bendita entre las mujeres, que realizaste la primera procesión del Corpus Christi de la historia, al acudir, como “custodia santa”, en ayuda de tu prima Isabel; haz que el alimento eucarístico nos haga descubrir a Cristo en los necesitados.

Bienaventurada Virgen María, intercede para que nuestra vida, siguiendo tu ejemplo, sea siempre, por la Eucaristía, un canto de acción de gracias y alabanza: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador.”

Amén.

 

6. DOLOR. MARÍA RECIBE EL CUERPO DE JESÚS. (Mc 15, 42-46) (Escuchar Dolor 6)

“José de Arimatea, miembro noble del Sanedrín, que también aguardaba el reino de Dios; se presentó decidido ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.”  (Mc 15, 42-43)

 

Parece totalmente lógico que María estuviese en el Monte Calvario cuando el cuerpo de su Hijo fue bajado de la cruz, y que sería abrazado por ella, con el amor de la mejor madre, antes de ser llevado al sepulcro. Por el corazón y la mente de la Santísima Virgen pasarían los momentos más importantes de su vida. Jesús, a quien había acunado y cuidado con cariño, ahora lo tenía entre sus brazos, muerto en Cruz, para la redención de todo el género humano. María debió pensar: ¡Cuánta Verdad en toda su vida y en todas sus palabras! “Nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos.”

La Virgen Dolorosa sufrió amargamente la Pasión y Muerte de su Hijo, pero su gran fe le haría vivir estos difíciles momentos con total esperanza.

La Madre Santísima guardaba y meditaba las palabras y los gestos de su Hijo en su interior, de un modo especial todo aquello que alimentaba su confianza en los apóstoles, que Él había escogido:“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.”

“No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo el que os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto…”

El sufrimiento de María por la muerte de su Hijo no le impidió dar el aliento necesario a los apóstoles para que ellos comenzaran el tiempo de la Iglesia y pudo ser testigo del cumplimiento en Pentecostés de la promesa hecha por Jesús: “Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena.”

El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus apóstoles, seguirá siendo ejercida por los sacerdotes hasta el fin de los tiempos.

La Virgen María, que se entregó al cuidado de su Hijo, también acoge bajo su manto protector, con especial predilección, a los sacerdotes que actúan en la persona de Cristo, Cabeza de la Iglesia.

Santa María, Madre de los Sacerdotes: Intercede para que apacienten el rebaño del Señor, se dejen guiar por el Espíritu Santo y, de este modo, conduzcan al pueblo, que les ha sido confiado, por el camino de la oración, la Eucaristía y el perdón.

Ayúdales para que, con dedicación, prediquen el Evangelio y expongan la fe de la Iglesia.

Guíales para que vivan al estilo de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, y anhelen los sentimientos de su Sagrado Corazón.

Protégelos para que superen toda dificultad y que, con fortaleza y alegría, caminen acompañados de tu amor.

Amén

 

7. DOLOR. JESÚS ES COLOCADO EN EL SEPULCRO. (Jn 19, 38-42) (Escuchar Dolor 7)

“José de Arimatea, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en su sepulcro nuevo que se había excavado en la roca.”  (Mt 27, 59-60).

María sufre, en la sepultura de Jesús, un momento de supremo dolor: la cruel separación de Él. Su Hijo Santísimo ha muerto en una cruz, como un malhechor, entre insultos y el abandono de los suyos.

A pesar de su angustia y soledad, María no pierde la esperanza. Sigue confiando totalmente en Jesús: “Yo soy la Resurrección y la Vida…”. Ella debe seguir cumpliendo, con fe y entereza, la misión que le ha confiado desde la cruz: ser la Madre de la Iglesia, del Cuerpo de Cristo que ahora debe cuidar con el mismo esmero.

En el Sepulcro de Cristo se vivió el mayor dolor y la mayor alegría. Recibió su Cuerpo sin vida y salió su Cuerpo glorioso. Allí Jesús pasó de la Muerte a la Resurrección que nos salva. Por la Cruz a la Gloria.

La Madre Santísima ama a cada uno de sus hijos, pero de un modo especial a los que, como Jesús en la cruz, están sumidos en el dolor y los acompaña y conduce al Salvador.

Por el sacramento de la Unción de Enfermos, Cristo concede la gracia y la salvación a los que están muy limitados por su vejez o en una situación preocupante por una enfermedad. “Por su pasión y su muerte, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora.” (CEC 1505)

María Santísima, Elevada al Cielo: Sé luz en nuestro caminar, para que aprendamos de tu Inmaculada Concepción el gran regalo que es para nuestra vida la gracia divina, y para que tu gloriosa Asunción a los Cielos sea un signo esperanzador de nuestro futuro.

Ayúdanos para que sepamos agradecer a Dios el don de nuestra vida, poniéndola, con alegría, al servicio de los demás; y para que nos sintamos siempre peregrinos hacia la Casa del Padre, confiados en su infinita misericordia.

Concédenos la prudencia de estar siempre preparados para el viaje final frecuentando la Penitencia y la Eucaristía, y para recibir, con fe y esperanza, la Santa Unción en el declinar de nuestra vida.

Intercede por nosotros para que la Santa Unción nos conceda la gracia del consuelo y de la paz que nos haga vencer las dificultades de nuestra enfermedad, el don de unirnos más íntimamente a la Pasión de Cristo, y contribuir, de este modo, a la santificación de la Iglesia.

Amén.