María, Madre orante, oyente, y agradecida

 

 

Texto: Rvdo. Miguel Martínez Ferrer. (Párroco Iglesia Sant Bertomeu de Almussafes)

16 de diciembre de 2016

 

Quiero ante todo expresar mi sincera gratitud al Hermano Mayor de la Ilustre Hermandad de la Virgen de los Dolores de Gandia, D. Joan Estornell, y a D. Juan Alama, por su invitación para hablarles esta noche de Ella, de la Madre; de Santa María. De María Dolorosa. Por todo ello, invito a esta querida Asamblea a reflexionar conmigo, como caminantes del Pueblo de Dios. Y lo vamos a hacer con Ella; con María, para estar seguros de no correr riesgo alguno, que pueda perturbar la serenidad en nuestro caminar.

María, Madre orante, oyente, y agradecida, es el tema que he escogido porque lo encuentro interesante, muy interesante. ¿Y por qué lo encuentro interesante? Porque Ella es el modelo y el ejemplo de la “escucha”. Y de Ella, tenemos que aprender a “escuchar” esa palabra de vida encarnada en su persona, aunque el hombre de hoy no esté acostumbrado a ello, y solo quiere hablar, hablar, hablar… sin estar dispuesto a escuchar. Y tengamos en cuenta, que aprender a escuchar, es aprender a vivir como Ella, Madre y Señora desde la virtud, la sencillez y la humildad. Hablar… como quiere el hombre de hoy, y no escuchar, es: NO AMAR Y NO RESPETAR, AQUELLO QUE DEBEMOS REVERENCIAR. Hemos hablado de María Madre. Pues bien, ¿habrá en la vida del hombre, palabra tan dulce, tierna y grande, que decir “Madre”? Sólo Dios. Después, “madre”, ¿por qué? Bien sabéis que la maternidad es lo que da sentido de plenitud a la mujer, de realización, de equilibrio, de estabilidad, de fortaleza, de ilusión, de entrega y servicio al hijo, quedando plenamente a su disposición, sin excusa alguna, pues “su hijo es su vida”. También María es esa madre que, como cualquier otra madre, ha dado vida humana, ha alimentado con su leche al hijo, ha llevado al hijo nueve meses en su seno y, después, en sus brazos. También es la que ha educado, aconsejado y corregido a su hijo, la que ha sufrido día y noche por él, la que ha amado sin límites, con amor sincero, tierno y ardiente. Madre es aquella que, incluso, molida por el cansancio, siempre está dispuesta a servir.

María es esa MADRE FELIZ, pues ser madre es la mayor felicidad de la mujer. Contemplemos por unos momentos a la madre con su hijo en su seno maternal: ¿cómo habla al hijo?, ¿cómo le acaricia?, ¿cómo le da su amor y su cariño?, ¿cómo le promete su entrega incondicional…? Y es que una madre nunca planifica su generosidad con el hijo, sino que, porque es “madre”, es generosa y se da sin condiciones. Que ¿por qué?, me preguntaréis, pues porque su corazón ama de veras y porque ama se da con  amor, sabiendo siempre quién es, cómo es y para quién es. La madre siempre es esa mujer rebosante de fortaleza, generosidad, optimismo, perseverante sin límites, consciente de su responsabilidad, respeto y amor, sinceridad. Es sobria, flexible, leal… Es siempre la que piensa, la que reflexiona, la que analiza, la que aconseja… La madre, siempre es madre y no se cansa de serlo. Y para el hombre, es su gran seguridad.

María es para nosotros, los cristianos, Madre de Cristo, Madre de la Iglesia, Madre del Pueblo de Dios, a quien el Señor le entregó como hijo al pie de la cruz, y Juan la recibió así, como Madre en su casa.

“AVE GRATIA PLENA DOMINUS TECUM”, le dice el ángel a María, y Lucas nos relata que María ante estas palabras “se turbó”.

Hagamos ahora una pequeña composición de lugar y contemplemos a María en su humilde casita de Nazaret. Se turbó, nos ha dicho Lucas. ¡Mirad! Este es el primer impacto de María ante ese mundo nuevo de Dios. La palabra griega: “DIETARÁCHTHE”, dice el cardenal Martini, de feliz memoria, es una palabra muy fuerte, y nos maravilla que Lucas la haya usado en esta ocasión. Es la misma que se emplea, sigue diciendo Martini, en Mt 2, 3, “el rey Herodes se turbó”…, en Lc 1, 12 Zacarías “se turbó” ante el ángel, en Mt 14, 26 cuando Jesús caminaba sobre las aguas “se turbaron sus discípulos”. También María se turbó. Y sumida en profundo silencio entra en diálogo con Dios: “¿Qué quieres de mi, Señor?”. “Hágase en mi según tu palabra”, “estoy a tu entera disposición”, “Tú mandas”, “tuya sin condiciones”. “Aquí está tu esclava”, y el ángel la dejó, nos relata Lucas en 1, 38. María desde este momento se convierte en la portadora de Aquel que reconciliará al hombre con Dios.

Para ver cómo era la oración  de María, vayamos a escudriñar en Lc 1, 46-55. Es el Cántico del Magníficat. Ahí vemos como María no se iba por las ramas en su oración. Va directamente al núcleo. La Biblia era para Ella el fundamento de su encuentro diario con Dios. Y siente que Dios la lleva de la mano a otras realidades que Ella no acaba de entender, pero que como Abraham, se abandonará en manos de Dios. María se ha fiado por completo del Señor, su Salvador. Y está contenta porque le ha dicho: “sí”. Sabe, como joven de oración, que ha hecho lo que debía hacer, y eso le hace feliz, porque su entrega es total, pues no ha puesto condición  alguna a Dios, nada se ha reservado para Ella. Esta joven nazaretana vive con  satisfacción ese momento de la respuesta. Momento del “sí”. Ha dispuesto vivir conforme el Señor le ha dicho; le ha facilitado el camino. Y es que, queridos, el cielo y la tierra se han juntado porque el amor de Dios es inmenso. Se han dado el abrazo de la amistad. La Familia de Dios está en marcha, un nuevo Pueblo ha nacido. El Pueblo Santo de Dios. Démosle gracias por tan singular acontecimiento. Pues Dios, se ha dado todo, en todos y para todos, por medio de María, Madre del Señor. Y como Madre del Señor, madre nuestra porque así lo quiso Jesús en la cruz cuando le dice a Juan: “ahí tienes a tu Madre” (Jn 19, 27). “Y esto, amigos, no lo comprenderemos ni en el cielo”.

La joven nazaretana, rebosante de alegría, y sin pensarlo dos veces, se dirige a la montaña, a contarle a su prima Isabel, cuán grande ha sido el Señor con Ella.

Dichosa tú, que has creído, le dice Isabel. Y con esta visita, de María, se cierran los grandes momentos de las anunciaciones y queda a la luz del mundo, en primerísimo plano, LA FIGURA DE JESÚS, EL SEÑOR. María, llena de contento, prorrumpe con ese cántico precioso del Magníficat, que todos los días rezamos en Vísperas:

“Proclama mi alma, la grandeza del Señor…”.

Recordemos, queridos, que María conoce muy bien el Antiguo Testamento y, desde él, reza al Señor, con esa mística de los salmos y los profetas. María parece inspirarse en el Magníficat del primer libro de Samuel 2, 1-3, cuando Ana agradece al Señor el hijo que va a tener. Lucas lo ampliará también en algunos salmos y textos proféticos.

Notemos que María comienza cantando la salvación de Dios en su persona, y esta salvación se amplía a los pobres de la Tierra, a los humildes y sencillos de corazón, a los que pasan hambre y necesidad… Y, por último, alcanza su mayor plenitud en Abraham y su descendencia por siempre. Lucas ha visto en María la personificación de los pobres de Yahvé. Y éstos están alegres y contentos, ¿por qué? Simplemente porque Dios está con ellos como su salvador. Para Lucas este himno es uno de los más revolucionarios que aparecen en el Nuevo Testamento, pues Dios está con los humildes, con los que pasan necesidad de cualquier manera, por los que sufren, por los que padecen persecución por causa de la justicia, etc. Y en contra de todos aquellos que por su soberbia de corazón oprimen al pobre y necesitado, ricos… poderosos… Porque sólo Él es el santo y poderoso (Sal 111.9); porque Dios hizo en su favor terribles hazañas (Dt 10, 21), y su nombre es santo.

 

Amigos, ¿y ahora qué?

Contemplemos por unos momentos, la realidad del mundo en que vivimos: nuestro mundo está dividido en países desarrollados y subdesarrollados, estamos cansados de ver cómo muere la gente de hambre y necesidad… Mundo de poderío y humillación… Ante esta situación: ¿cuál debe ser nuestra actitud como hombres de Dios? ¿Cuál sería la de María como Madre y señora?